Las tres emes con las que podría describir este viaje: mar, mezcal y mal de amor. Antes pensaba que las primeras dos curaban la tercera, hoy no estoy tan segura. Lo que sí sé, es que aunque no lo curen del todo, al menos ayudan a esconder las lagrimas un poco. Llorar frente al mar no es tarea fácil. Hay que tener un complejo de superioridad bastante grande para sentir que tu “no eres tú soy yo” es más grande que las olas de Mazunte. Olas tan grandes y tan picadas que cuando se rompen se llevan a más de dos surfistas que ingenuamente intentaron conquistarlas.
El mar sabe romperse. Lo hace per-fe-cto. Cada ola es una historia de éxito y ninguna falla. Nunca. Podríamos aprender un poco más de ellas y en lugar de querer surfearlas, deberíamos aceptar que nosotros, como ellas, también somos de los que se rompen. Lo hacemos perfecto. Cada corazón es un historia de éxito y ninguno falla. Nunca.
Llegué a Puerto Escondido un sábado en la mañana y en menos de una hora estaba en Zicatela, con los pies en la arena y la cabeza en las olas. Por la noche, Mazunte. Y en la madrugada, Zipolite. Cerveza, mezcal y ceviche. Así saben los días cuando no quieres probar la sal de tu cabeza. Para evitar llorar, nunca hay que estar completamente sobria ni completamente borracha. Es un tema de balance que se rompe con facilidad a las cuatro de la mañana. Cual surfista inexperto, dejé que las olas de la noche me rompieran. Desperté no tan temprano en la selva de San Agustinillo y desayuné frente al mar. El cóctel de camarón es bueno para pegar las piezas que el mezcal tiró. La playa está llena de conchas rotas como yo y es fácil encontrar un lugar para simplemente estar.
Este viaje fue rápido. Una escapada de fin de semana con el único objetivo de recordar lo bonito que se siente respirar.
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