Este viaje empezó hace más 100 años cuando mi bisabuelo, que nació en Llanes en 1900, vino en un barco a México huyendo de la guerra. Él nunca regresó a aquel pueblo en el principado de Asturias al noreste de España pero yo volví por él. Esta es la historia de un viaje que yo no inicié: la continuación de la travesía de alguien más.
Por María Martínez Marentes
Hay algo en las historias que te cuentan cuando eres chiquita que se clavan cual tornillos en tu mente. Yo no sé si hubiera podido ubicar Asturias en un mapa, pero sí que sabía del queso de Cabrales, del Cantábrico y de la Covadonga. Aunque mi abuela nació en México, lo asturiana no se lo quitaba nadie.
La idea de conocer a la familia que se quedó, siempre fue un ojalá sin fecha. Pero Facebook ayudó a ponerle una; todo empezó con un mensaje de una prima asturiana que nos encontró y terminó con cuatro boletos de avión de México a Madrid. Desde ahí, rentamos un coche que nos llevaría hasta Llanes, el pueblo del que mi abuela siempre hablaba cuando recordaba a su papá.
Llegamos en otoño, una tarde de lluvia y calles cerradas por lo que la primera impresión de Llanes fue que parecía un pueblo fantasma (al parecer se llena de turistas en verano). Es el lugar de España con más bares por habitante (o al menos eso me dijeron), pero por estas fechas, cierran todo. Pintaba bien, soy del tipo que prefiere viajar sin multitudes y disfrutar de la normalidad de los lugares, sentir –aunque sea un poco– cómo viven los que no son turistas. Este viaje, además de darme tíos, dos primas y un sobrino, me dio la oportunidad de conocer Llanes así: como si yo fuera de ahí (y un poco sí, aunque en treinta años no hubiera puesto un pie en esta esquina del mundo).
¿Cómo se saluda a la familia que nunca has visto en tu vida? ¿De mano? ¿De un beso? ¿De dos? Pues todo lo anterior, más un abrazo y tres botellas de sidra.
PRIMERO, LA SIDRA
La sidra natural (la que se bebe en Asturias) se toma de a culines (de a poquito) y nunca se deja el vaso en la mesa. Te sirven un culín y hay que beber hasta el fondo. Si la dejas reposar, no sabe igual. Al acto de servirla, se le llama ‘escanciar’: hay que hacer que el chorro de la sidra impacte contra el borde de un vaso colocado casi completamente horizontal, así la sidra adquiere las propiedades de una bebida con gas (por eso no hay que dejarla reposar). Tradicionalmente se pone solo un vaso para toda la mesa: alguien bebe, deja un poquito y lo tira al piso para lavar el vaso y poder pasarlo a alguien más. También, y cada vez más, te encuentras con “escanciadores”: artefactos muy curiosos en donde se coloca la botella de sidra al revés (para no dejarla reposar) y por medio de una clase de tubería, y con un simple botón puedes escanciarla en el vaso.
Así fue la bienvenida, con sidra y una cena con platillos asturianos: cachopo (filete de ternera relleno de jamón y queso), pote y fabada asturiana (sopas típicas), queso de Cabrales, bollo preñao (pan horneado con un chorizo dentro) y morcilla asturiana (sangre, cebolla, tocino y pimentón). Y claro, con fotos. Ver a tu familia en un álbum de fotos a un océano de distancia, es rarísimo. Incluso, había fotos repetidas. Una sensación sacada de un libro de ciencia ficción: las dos familias crecimos viendo las mismas fotos que existían al mismo tiempo en lo que hasta hoy, parecían dos universos paralelos: la colonia Roma en la Ciudad de México y Celorio (otro pueblo del concejo de Llanes). Cuando ves las fotos antiguas de tu familia siempre puedes nombrar a un par y nadie está muy seguro de quiénes eran los demás. Pues así fue: nosotros éramos esos de quienes ellos no sabían el nombre y ellos eran aquellos, de quienes nosotros no sabíamos el suyo. Los que ya murieron –mi bisabuelo y sus hermanos– se mandaron fotos toda la vida.
La cena terminó casi a las tres de la mañana, con abrazos, botellas vacías, dobles besos y con la promesa de vernos al día siguiente.
EL DÍA SIGUIENTE
Cuando llego a explorar un lugar nuevo y ajeno, suelo tener una investigación previa sobre los puntos de interés principales, el mapa descargado en mi celular y estrellitas marcadas en todo lo que llama mi atención. Pero en Llanes no, para este viaje lleno de raíces dejé que las coincidencias sucedieran. Vaya, me dejé llevar segura de algún tío lejano se ofreciera a pasearnos. Y sí.
Caminamos por el centro de Llanes y vimos el puerto (es un lugar de pescadores, en invierno casi todos los barcos están estacionados y es un espectáculo verlos todos formaditos), conocimos por fuera la casa en donde mi bisabuelo vivió hasta que cumplió 19 años e hicimos el Paseo de San Pedro: un recorrido de un kilómetro en donde por un lado ves el mar y por el otro, el casco antiguo de la ciudad. Toda la costa está llena de acantilados que te recuerdan el fin del mundo y te ofrecen postales del Cantábrico, el mar que separa el norte de España del extremo suroeste de la costa atlántica de Francia. Cuando veo el mar suelo imaginar qué habrá del otro lado, pero aquí me pregunté qué habrá imaginado mi bisabuelo cuando abordó aquel barco en dirección a una vida totalmente distinta.
Para el atardecer, nos fuimos a la playa de Guipiyuri, la playa más chica del mundo. Este rinconcito de agua y arena mide solo 50 metros de longitud. Pero lo que lo que lo hace único no es su tamaño sino su ubicación: a más de 100 metros del mar. Es decir, desde la playa no se alcanza a ver sino que se cuelan por las rocas creando una clase de oasis con olas. Nos dijeron que en verano se llena de sombrillas, pero ese día, Guipiyuri estaba vacía: un atardecer solo para nosotros. Una de mis primas me confesó que aunque lleva su vida entera viviendo en Asturias, nunca había venido a esta playa. "Cuando alguien viene, siempre acabas conociendo más de tu lugar".
Empezamos a notar que había casas muy grandes con una palmera en la entrada, las palmeras no se dan naturalmente en Asturias y al preguntar qué significaban, escuchamos por primera vez el término ‘Indiano’. Los indianos fueron los españoles que se fueron a América, hicieron dinero y regresaron. Se volvieron una clase de patronos en sus pueblos porque crearon hospitales, asilos y hasta pusieron el alumbrado público. El símbolo del indiano son las palmeras, ya que les recordaba las tierras en donde hicieron fortuna. Las colocaban en sus casonas restauradas y a las que se mantienen hoy se les conoce como ‘casas de indianos’. De broma, se dice que también hay ‘indianos de maleta al agua’, refiriéndose a los que se fueron sin nada y regresaron con menos.
LOS QUE SE FUERON SIN NADA
Para enterarnos un poco más del contexto histórico y social en el que mi bisabuelo se había visto obligado a partir a América, nos llevaron a Colombres en el concejo de Ribadedeva. Acá se encuentra el Archivo de Indianos-Museo de la Emigración. Normalmente cuando vas a un museo, te enteras de algo de lo que no fuiste parte, algo ajeno a ti. El arte que vemos encerrado siempre es de alguien más aunque lo hagamos propio. Es muy raro ir a un museo de algo que sí es muy tuyo, de algo que cuenta la historia de tu familia y de un momento histórico terrible pero por el cual tú existes.
El Archivo de Indianos se encuentra en la ‘Quinta Guadalupe’ una casona de 1906 construida por Iñigo Noriega Laso. Iñigo nació en Colombres en 1853 y emigró a México en 1867. Se convirtió en uno de los empresarios más importantes a finales del siglo XIX y principios del siglo XX, pero con el triunfo de la Revolución, el gobierno expropió todos sus bienes y murió con nada en 1920. En las paredes de su casa en Colombres, ahora cuelgan cárteles y fotografías que cuentan la historia de la migración a América. Es en la primera planta de esta casa en donde se narra la historia de los asturianos que vinieron a México a principios de 1900. Un viaje histórico que contempla "la partida, la ilusión y la despedida". Esas paredes, sin decir nunca su nombre, contaban la historia de mi bisabuelo, uno de los miles de jóvenes asturianos que tuvieron que tomar un barco y cruzar un océano en dirección a un futuro incierto. La mayoría nunca pudo regresar. En una esquina, colgado en la pared, se lee:
“Soy como el bravo mar de Asturias contra la costa y la atalaya: en el invierno, con sus furias y en el verano, cielo y playa… Ya le he medido la cintura a todo el mapa americano, y donde vaya mi aventura, tengo dos mundos en la mano”.
LA COVADONGA Y SUS LAGOS
En el concejo de Cangas de Onís se encuentra uno de los imperdibles asturianos: el Santuario de la Covadonga, la Santina de estas tierras. Ahí, a lo alto de un risco y rodeada de un bosque se levanta dramáticamente la parroquia de piedras rosas. Su construcción no es ostentosa pero el lugar y sus dimensiones hace que impresione a simple vista, se empezó a construir en 1877 y se inauguró en 1901 (un año después de que mi bisabuelo zarpara a América). Contrastando, al otro lado, se encuentra la Santa Cueva: un altar chiquito y sencillo dedicado a la virgen dentro una gruta en el monte Auseba con vista a la basílica y una cascada a tus pies. La historia es que la virgen se le apareció a Don Pelayo (primer monarca asturiano) en este lugar y lo ayudó a ganar la batalla contra los musulmanes.
Aprovechando el viaje a este concejo, visitamos el Parque Nacional Picos de Europa en donde se encuentran los Lagos de Covadonga: Enol, La Ercina y El Bricial (este último solo tiene agua cuando hay deshielo). Estas lagunas glaciares se encuentran a 1000 metros sobre el nivel del mar y ofrecen unas de las postales más lindas de este región. Un sueño para los amantes del senderismo y para los que no, también (hay un restaurante con vista al lago en donde puedes pedir algo de beber y simplemente estar).
De regreso en Llanes, no hay más que hacer que sentarte en una de sus múltiples plazas a disfrutar de un café, de una caña, de un tinto o de una ginebra (cada quien elija el trago que más felicidad le da; en mi paso por Asturias, yo me quedo con el tinto).
LA DESPEDIDA
Siempre es difícil decirle adiós a un lugar bonito. Pero ahora lo fue más; al llegar y ver la casa en donde mi bisabuelo creció, de mis pies nació una raíz. Al reír con mis primas, la raíz se hizo más grande y al beber sidra con los tíos esta raíz se agarró fuerte del piso. No la había notado hasta que fue tiempo de partir. Como escribió Ulalume González de León: “en mi prisa por crecer, eché alas y raíces: qué voy a hacer?”
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